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(La Razón, 1 de julio 2007)

Tupiza

El hechizo de los cerros colorados

Los cactus con sombrero blanco salpican los caminos que dan al pueblo chicheño, orgulloso de su gastronomía, historia e identidad.

Texto: Patricia Cruzado V.

Viva Tupiza, carajo, aunque no haya trabajo!”, cantaba el querido guitarrista tupiceño Alfredo Domínguez. Y es que esta localidad del sur de Potosí, en la región Sud Chichas, encierra algo especial que embruja a todo el que la visita, por lo que se ganó el calificativo de “la joya de Bolivia”.

Quizá sea la cordialidad de su gente, o lo atractivo de su historia, o bien el mirador de Sagrado Corazón, desde donde se divisa toda la ciudad cercada por el rojo plomizo de sus montañas. Puede que también contribuya el delicioso pescado que jueves y sábados llega desde Villamontes y se vende en el mercado y puestos improvisados junto a la vía del ferrocarril. O sus desayunos de tamales, su queso de cabra y los almuerzos de k'asaucho con ají (panza de vaca) que, según los lugareños, “cura el ch'aqui”.

Ante tanta potencialidad, Fabiola Mitru fue la primera tupiceña en atreverse a crear una agencia turística para explotar los recursos de su ciudad. “Al principio hubo gente que se rió de mí, pero llevamos funcionando 15 años y han nacido hasta 12 agencias más en los últimos dos años”.

El interés de Fabiola por el turismo viene de familia. Su abuelo Nicolás Mitru, de origen griego, arribó cien años atrás a América para trabajar en las minas de Chile. En un viaje a Tupiza se enamoró de la que sería su esposa, por lo que decidió asentarse y montar un albergue que más tarde se convirtió en el primer hotel de Tupiza: El Americano.

Años más tarde su hijo, y padre de Fabiola, lo amplió. Actualmente ella regenta los alojamientos, además de encargarse de la agencia. “Antes de montarla, yo misma llevaba a los turistas a pasear por los alrededores de la ciudad con mi furgoneta, y gratis”, relata.

El guía y chofer de Tupiza Tours, Edighohin Ibarra, conoce bien los secretos de las formaciones rocosas chicheñas como el Valle de los Machos, la Puerta del Diablo o El Sillar. Una sensación de libertad invade al jinete al recorrer a caballo los caminos marcados por los violetas, grises y marrones que dibujan el escenario de la capital.

Sobre un valle partido por un río caprichoso se asienta el impresionante Sillar. Parece que el viento con la complicidad del tiempo afilaron como cuchillos alzados la tierra condensada de las montañas.

Los entresijos de la ciudad

Chorolque lleva por nombre la primera y única calle que conformaba Tupiza cuando fue fundada hace más de 400 años. Pasear por esa vía hoy, es admirar los caseríos de las familias más antiguas, en las que continúan residiendo la descendencia de los Silva, Tórrez y Bernal.

Casi escondidos con calamina, en un lateral de la calle, se hallan los grifos de donde se obtenía el agua antes de que la electricidad y el alcantarillado llegaran al pueblo gracias a los esfuerzos del padre Javier Willig, relata Aniceto Ortiz, profesor jubilado y buen conocedor de la historia de su Tupiza natal, “donde he vivido toda mi vida y moriré”.

Un río seco divide norte y sur del mapa, mientras la vía del tren separa la zona este del centro. “Se cree que antes Tupiza era un pantano, porque en su subsuelo hay agua, lo que hace que en invierno se sienta humedad”, cuenta Aniceto.

Llama la atención que las gentes de la región dicen sentirse ante todo chicheños. La concejala de Cultura de Tupiza, Alejandra Cruz, considera que la chicheña constituye una cultura con identidad propia. “La caracterizan nuestra música, cerámica y nuestro carácter, diferente al de otras zonas altiplánicas, y equiparable a la categoría de quechuas y aymaras”.

Parte de esta cultura ancestral son las tradicionales ferias agrícolas, entre la que destaca la Feria del Maíz, “nuestro producto estrella”, y la del Ajo, que se celebra en enero. La Fiesta de Reyes resulta muy curiosa, dado que se practica el trueque con artículos de artesanía y alfarería, además de otros poco comunes en el mercado.

Al mismo tiempo, la emigración de los jóvenes constituye uno de los frenos a los que se enfrenta la localidad debido a la falta de fuentes de trabajo. “La agricultura es el principal recurso, pero al no estar asociados los agricultores para vender fuera, no resulta muy rentable”. Por ello, los jóvenes ya no quieren quedarse con las chacras, “no quieren ponerle el hombro a la tierra”.

Artesanía tupiceña

Un elemento siempre está presente en los paisajes de la región. A los costados del camino o sobre las montañas violetas, grisáceas y marrones, el cactus, esa planta que parece asociarse en exclusiva con los ecosistemas desérticos, constituye desde hace sólo siete años un recurso para los artesanos tupiceños.

Cleistocactus tupicensis. “Es el nombre científico del cactus en la zona altiplánica del sur de Potosí, más delgado que el de Uyuni y con más hueco dentro”. Elvis Choque regenta la tienda Cardón (el nombre de esta clase de madera), donde de este cactus de aspecto esbelto y madera porosa nacen pájaros de diversos tamaños, percheros que parecen estar en medio del desierto, originales portarretratos, mesas de diversas formas, lámparas en miniatura o flamencos altivos.

“Hay que esperar que los árboles mueran para poder usar su madera, ya que se le caen las enormes espinas con las que se protegen”. El problema es que “no se sabe con seguridad cuánto tiempo tienen de vida. Se calcula que son unos 50 años”. Tardan mucho en secar, y si se populariza el uso de su madera y no se replantan, pueden caer en peligro de extinción.

Elvis se queja de que a veces la gente no valora el trabajo que hay detrás de esta artesanía. “Tenemos que ir a buscar a las montañas los cactus muertos. Luego cortarlos y, como no puede acceder ningún tipo de vehículo al lugar donde nacen, tenemos que bajarlo a lomo”.

La cabra chicheña

Una de las delicias tupiceñas, además de los famosos tamales, son los quesos de cabra, originarios del pueblo de Mochará. Carla de la Fuente es la ingeniera química encargada de su elaboración y supervisión en la planta de lácteos Inlach.

“El queso de cabra chicheño de alguna forma constituye una forma de cooperación social, porque mucha gente de poblaciones cercanas nos vende su leche de cabra, con la que nosotros fabricamos un producto atractivo” que ayuda a dar a conocer la región. El fermento lácteo se vende a La Paz, Oruro y Potosí, y se está pensando en ampliarlo a otras regiones de Bolivia.

Al este de Tupiza se encuentra la planta de pequeñas dimensiones. Allí llega la leche, que primero se pasteuriza para acabar con los microorganismos. Posteriormente se enfría y se le añade cloruro de calcio para mejorar la cuajada, que más tarde se romperá con un cuchillo. Se corta, agita, se le añade sal y se moldea. “Con los 150 litros de leche que nos llega al día hacemos 120 quesos de 350 gramos”, explica.

“La joya de Bolivia”

Junto a la Plaza de la Independencia, o más conocida como la Plaza del Mundo, por el planetario que se alza en el centro, se hallan varios comercios que compran oro. Filomena llega con un sombrero que parece no protegerla mucho de la tiranía del sol. Trae consigo un trozo de tela, en él guarda celosamente cerca de 100 miligramos de granitos de oro, que encontró tras todo un día de búsqueda en el río San Juan, junto a Estarca, donde reside.

En los ríos y quebradas de Chacopampa y Panquisa se encuentra el mineral, aunque “están ya \'ocupados\' por campesinos que no permitirían que otra gente venga a sacar oro”, relata Filomena.

Con dos gramos de mineral se labra un anillo de oro, y “cada gramo lo compramos a 140 bolivianos”, explican Oswaldo Zárate y Liliana Andia, propietarios de la tienda La Perla de la Fantasía. En diciembre juntan más de un kilo de mineral, debido a que dan aguinaldo a las “buscadoras de tesoros”.

El padre de Liliana, Segundino Andia, y su esposa María Aldapi son dueños de un “mini” ingenio donde se limpia oro, además de plata, cobre, zinc y plomo. “El oro rodado (procedente del río) es más valioso, más puro y no hay que limpiarlo como pasa con el venero (extraído de la veta)”. María toma una batea y, sobre la roca molida con una dosis de mercurio, va añadiendo agua. Los giros monótonos hacen caer la roca al suelo, excepto el oro manchado de mercurio que, por su peso, se queda al fondo. Con un trapo se exprime la humedad, dejando relucir una pepita dorada.

Ante tanto esplendor, no es raro que artistas chicheños como Alfredo Domínguez, Humberto Leytón o Willy Alfaro, impriman en sus temas el hechizo de Tupiza, de su comida, su paisaje, su gente y su alma.

 

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(enviado por Jaime Burgos)

 

 

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